S.O.S., celos

Mi nombre es Graciela, tengo 32 años y soy maestra de escuela. Vivo con mi marido, Juan, con quien me casé hace ya ocho años. Fuimos y por ratos somos muy felices. Pero algo en el camino se rompió: mi matrimonio está en terapia intensiva, y casi toda la culpa es mía. ¿Conozco los motivos? Sí, perfectamente. ¿Y por qué los conozco? Bueno, porque soy parte esencial del problema.

Necesito ayuda y no sé bien por dónde empezar a buscarla. Ni siquiera sé dónde, ni cómo. No me enorgullezco para nada de lo que voy a decir ahora, pero si quiero cambiar, tengo que empezar a sincerarme. Sobre todo conmigo. Así que aquí va: soy una celosa profesional y patológica. No es algo nuevo… debo decir que siempre fui un poco celosa. Pero solo eso: un poco. Me pasó en varias de mis relaciones anteriores, y me pasó al comienzo de mi vida en pareja con Juan. Pero ese poco, que hasta podía ser leído como un gesto de amor (okay, con todas las salvedades del caso), se fue transformando progresivamente en una carga y en un peligro letal.

¿Se puede vivir con alguien que actúa compulsivamente y vive dominado por los celos? Si me preguntan, yo creo que no, al menos, no querría. Me recuerda a ese viejo chiste del gran Groucho Marx, quien decía: «No me gustaría ser parte de un club que me admitiera como socio». Es irónico, ¿no? Bueno, a mí me pasa un poco lo mismo: Sé que poco a poco estoy minando las bases de mi matrimonio, y desde luego yo no querría convivir con alguien como yo. Vale decir, no querría estar en el lugar de Juan. Sin embargo, no me puedo detener. Es una fuerza que me absorbe por completo, y me hace hacer cosas de las que no me hubiera creído capaz. Cada tanto intento frenar ese impulso natural en mí, pero a la larga termino perdiendo. Casi siempre.

Supongo que no está todo perdido. Si estoy reconociendo mi problema, he dado un paso adelante. Como si fuera un virus: identificarlo y ponerle nombre. Es por ahora lo único que tengo. Francamente, no me imagino separada de Juan, a quien amo como el primer día. Sé que él también me quiere, desde luego, si no imagino que hace rato habría bajado la cortina, ya que, para decirlo suavemente, hace rato que no le hago la vida muy fácil. Pero, repito, mis comportamientos son casi irrefrenables. Si me detengo y razono, me doy cuenta de que estoy actuando como una desquiciada, porque si hay algo que demostró Juan a lo largo de los años es que es un compañero dedicado y fiel. Sin embargo, en cuanto bajo la guardia, la radiación fatal de los celos me invade y no sé cómo manejarlos. Y es horrible pensar que estoy destruyendo eso que amo.

No siempre mis sentimientos tuvieron semejante intensidad. Algo, no sé qué, los fue potenciando, hasta alcanzar estos picos de la actualidad, que dañan todo lo que me rodea y todo lo que quiero desde el fondo de mi corazón. No solo no lo dejo libre, sino que lo quiero poseer de un modo asfixiante.

En estos años de matrimonio he hecho las cosas más imperdonables: vulneré claves de correo electrónico para revisar maniáticamente hasta el último de sus mails. Y me refiero a todos los mails: los laborales, los personales y hasta los de la carpeta spam.

Jamás encontré nada. Por supuesto, los celos operan de una forma misteriosa. Y su contracara terrible suele ser la culpa: luego de comprobar que esa casilla de mail, que yo imaginaba llena de mensajes de amor de desconocidas, está en realidad vacía, yo padecía lamentables ataques de culpa. Me sentía una persona horrible por haber desconfiado injustamente, y me juraba que jamás volvería a hacer una cosa  semejante, ya que la confianza era otra cosa, y no un permanente estado conspirativo en el que uno puede irrumpir en la intimidad del otro.

Ida y vuelta: cuando se calmaban los ataques de culpa regresaban los celos, con más fuerza que antes. Claro, me decía, aquella vez no, pero ésta seguro que sí. Y hacia allí iba con mi batería de suspicacias y sospechas. Desde luego cualquier ocasión era buena para echar una mirada al celular de mi marido, y revisar de reojo los mensajitos de texto: los recibidos y los enviados. Pero no solo eso: también la agenda. ¿Maricarmen? ¿Quién es Maricarmen? ¿JPV? ¿Y esa sigla misteriosa? Si tenía tiempo suficiente, digamos que Juan se estaba bañanado, también revisaba con detenimiento las llamadas realizadas, las recibidas y las perdidas. Era una experta detective. ¿A quién había llamado? ¿A qué hora? ¿Y esa reunión que decía tener hoy en el centro después del trabajo: era realmente un encuentro con sus ex compañeros del colegio, o era alguna otra cosa?

O revisar los bolsillos, por ejemplo. Es algo que hago tan mecánicamente que a veces ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy haciendo. Es un comportamiento reflejo. Si cuelgo uno de los sacos de Juan en el placard, lo primero que hago es ver qué encuentro en los bolsillos. ¿Y ese papel? ¿Y esta dirección anotada con lápiz negro? ¿Y este boleto de colectivo? ¿Para ir adónde tomó el 127 la tarde del lunes pasado? ¿A esa hora no estaba jugando al tenis con sus amigos? ¿Y esta tarjeta personal? ¿Quién es esta contadora pública? ¿Por qué se conocen? Juro que es agotador.

Dice el refrán popular que el ladrón ve a todos de su condición. En este caso, nada más alejado de la realidad. Yo soy celosa, simplemente. Pero no me escudo en esos sentimientos para ocultar mis propias infidelidades. Fui siempre fiel y siempre lo seré, hasta el último día de la relación. Repito: amo a mi marido. Así que la explicación debe de estar en alguna otra parte.

Lo cierto es que todo pliegue en nuestra cotidianeidad me resulta una amenaza, y siempre creo que su engaño está a la vuelta de la esquina. Tampoco soy tonta: sé bien que yo misma, con mis acosos y mi locura, puedo terminar forzando esa infidelidad que tanto temo y que tan desgarradora me resultaría. ¡Una profecía autocumplida! No soy, repito, la esposa ideal en este momento (ningún celoso patológico es una buena pareja), y admito desde ya que existe la posibilidad de que mis permanentes inseguridades obliguen a Juan a replantearse sus ganas de estar conmigo.

Pero mi vida es hoy así como suena: un tren que ha perdido su conductor. Voy y vengo entre los celos y el dolor, entre el dolor y la culpa.

Pero de algo estoy convencida: Necesito cambiar. Y estoy dispuesta a hacer ese cambio radical, aunque el miedo invada todo mi ser.

Juan no es como los fantasmas de mi mente me hacen creer que es; él es un hombre honesto, amoroso y un excelente compañero de vida y aunque nunca llegue a ser una «esposa ideal» haré todo lo que pueda para transformarme y brindar un amor sano y luminoso.