Editorial-¿LEY DEL ARREPENTIDO? ¿Usted qué opina?

 

 

Leemos sobre crímenes, asesinatos, delitos, y hacemos un seguimiento de tales hechos donde llega un momento en que recordamos más los nombres de los delincuentes que de las víctimas.

El 7 de agosto del año 2008, tres hombres jóvenes fueron asesinados por sicarios. Tal vez estaban haciendo negocios equivocados y merecían ser juzgados por la ley, pero no por asesinos a sueldo que no los ejecutaron por sus malos negocios sino para acallar las voces que podían destapar una olla cuyo aroma hace recordar a la famosa frase Algo huele a podrido en Dinamarca» que le decía el fiel Marcelo a Hamlet y Horacio en la conocida obra de Shakespeare. 

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El libro La Ejecución, de los periodistas Emilia Delfino y Rodrigo Alegre, revela la historia secreta del Triple Crimen de General Rodríguez. El caso desnudó la conexión entre la Mafia de los Medicamentos, la recaudación en la campaña que llevó a Cristina Kirchner a la presidencia de la Nación y el narcotráfico.

El primer capítulo del libro relata las últimas horas de las tres víctimas: Sebastián Forza, Damián Ferrón y Leopodo Bina, en mano de sus verdugos. A continuación se transcribe parte de la reconstrucción del crimen a manos de los hermanos Martín y Cristian Lanatta y Víctor Schillaci.

 

 

(Para evitar una descripción más cruenta de la que figura en el libro se han editado partes para evitar impresionar más aun lo que ya significa la muerte violenta)

 

Últimas horas: 7 de agosto de 2008

Las caras hinchadas y el mareo por los golpes les provocaban una sensación de huida. A Forza todavía no le habían tocado un pelo.

De rodillas, con las manos sobre la espalda y los precintos cortándoles el paso de la sangre en las muñecas, se entregaban a lo inevitable. Se acercaba el turno de Ferrón, el primero que dejaría la agonía.

El ejecutor experto tomó la pistola Tanfoglio que le había quitado a Forza. Apreció el arma italiana, calibre 40, y buscó la mejor posición a espaldas de los tres jóvenes. Ferrón lo vio alejarse de reojo. El ejecutor prefería no mirarlos a la cara. Había sentenciado que morirían como perros sin dueño.

Caminó con tranquilidad, rodeándolos. Miró a Ferrón y sintió que le despertaba una incipiente culpa. «Pobre pelotudo», pensó. «Tiene cara de buen tipo». La orden era dejar a Forza con vida hasta el último momento. Prefirió que ese hombre que le generaba una tímida compasión fuera el primero en morir. Damián sintió una sombra invisible posarse sobre su espalda. La sombra se detuvo por completo, tan cerca como para fusilarlo y lo suficientemente distanciado como acostumbra un profesional. Ferrón ya se había percatado de todo. El tirador alzó una brazo a la altura de la cabeza de su blanco y, sin dar más vueltas, disparó dos tiros. Forza y Bina se sobresaltaron. El segundo ejecutor tomó la otra pistola de Forza, la Taurus 9 milímetros, se ubicó junto al primero, apuntó a la espalda de Damián y le disparó dos tiros. 

La lucha mano a mano con Bina había irritado a los verdugos. Lo despojaron de su reloj y su alianza de oro. 

– Así que te hacés el malo, pelotudo. No sabés con quién te metiste. ¿Querías hacer mucha platita? Te hubieses quedado trabajando con tu papito. Dame el cuchillo – ordenó el más violento a uno de sus socios.

El filo le acarició la cara afeitada. El verdugo sonrió con satisfacción. Ya no podía luchar. Los dedos de su captor tomaron su oreja derecha como pinzas. 

El cuchillo la rebanó por completo. Forza cerró los ojos.

El primer ejecutor esperó y esperó a que sus socios se desquitaran de crueldad, que fluyeran como fantasmas las palabras violentas, los golpes y las risas cruentas. Más frío. La mano certera, de pulso perfecto, disparó dos tiros. Dieron directo en la nuca. Forza lo miró caer en cámara lenta. Llegó su turno. EL primer ejecutor se acercó a Forza. Cara a cara, en cuclillas, lo miró a los ojos. Forza vio un rostro relajado, despreocupado, satisfecho. La némesis de su cara moribunda. El asesino le habló con la mirada.

– Están muertos por tu culpa… Miralos.

El primer ejecutor le mostró su propia arma Tanfoglio, esa de la que Forza jamás se despegaba. Se incorporó con tranquilidad y abandonó la habitación. Sus socios se alejaron de Forza. Estaba solo. Lloró. Nunca supo cuánto tiempo estuvo así ni cuánto tardó en regresar su verdugo. No se dio cuenta cuando le apuntó con su pulso perfecto y le disparó dos tiros consecutivos en la nuca. Forza, Ferrón y Bina yacían como compañeros de tumbas vecinas en un cementerio improvisado. Se acercaba el atardecer y comenzaba el operativo para hacer desaparecer las pruebas y desviar las pistas del triple crimen.

 

Extracto del libro La Ejecución, de Emilia Delfino y Rodrigo Ale

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Martín y Cristian Lanatta  y Marcelo Schillaci.

Un cuarto involucrado  como el autor intelectual todavía no se entrega a la justicia Pérez Corradi “no tiene miedo de ir a la cárcel”, está “dispuesto a dar detalles, paso por paso” de sus relación con políticos, aseguró Ribelli en declaraciones radiales.
El Ministerio de Seguridad planteó “la férrea posición de no negociar” para que Pérez Corradi se presente a la Justicia, el prófugo quiere que se garantice “su seguridad física, porque hay riesgo por el tema de su vida”.

¿Qué garantías tuvieron sus víctimas?

Pero nuestras leyes deben asegurarles su integridad física.

El relato de lo ocurrido es muy cruel, pero las declaraciones que escucharan los jueces serán aun más aterradoras.

Por ahí se filtro que alguno de los abogados propondría la Ley del arrepentido para morigerar la condena.

Lo que permitiría la detención de peces más gordos detrás de estos delitos.

Cuando nos educaron nuestros padres y confesábamos una travesura tal vez grave, no recuerdo que por decir toda la verdad nos dieran un premio ni negociáramos con ellos una disminución del castigo, el arrepentimiento era tan genuino que aceptábamos nuestra culpa y nuestra penitencia.

¡Sera que hay que premiar a los asesinos por decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, jurando sobre los Santos Evangelios?

 

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