INTERNACIONALES- Sin comida, remedios ni respiro: la muerte de un chico encarna todas las penurias juntas de Venezuela

Kevin Lara murió el día que cumplía 16 años; su familia no tenía comida y se intoxicó con mandiocas que recolectó de un baldío; en el hospital faltaban insumos básicos para salvarle la vida

Yamilet Lugo visita la tumba de su hijo, en Maturín

Yamilet Lugo visita la tumba de su hijo, en Maturín. Foto: Meredith Kohut/NYT

MATURÍN, Venezuela.- Se llamaba Kevin Lara Lugo y murió el día en que cumplía 16 años.

El día anterior lo había pasado hurgando en busca de comida en un terreno baldío, porque en su casa no había nada para comer, y más tarde en el hospital, luego de enfermar gravemente por lo que había encontrado para comer.

Un par de horas después yacía muerto sobre una camilla que pasó rodando empujada por los médicos ante los ojos impotentes de la madre de Kevin. La mujer dice que en el hospital faltaban hasta los insumos más elementales para salvarle la vida aquel día del mes de julio.

«En casa la tradición es que el día del cumpleaños de mis hijos, yo los despierto cantándoles -dice Yamilet Lugo, madre del chico-. ¿Cómo iba a hacer eso si mi hijo estaba muerto?»

Las desgracias sufridas por Venezuela a lo largo de este año han sido innumerables. La inflación obligó a los empleados de oficina a abandonar las ciudades y a meterse en pozos de minas en medio de la selva, exponiéndose a las bandas armadas y los brotes de malaria con tal de ganar algo para sobrevivir.

Los médicos se prepararon para operar en mesas con sangre ante la escasez de agua para higienizar los quirófanos. En los hospitales psiquiátricos, los pacientes debieron ser atados a las sillas por falta de medicación contra las alucinaciones.

El hambre ha hecho que muchos se dediquen al saqueo y que otros se lancen al mar en botes destartalados para escapar de Venezuela.

Pero esta historia de un chico que no tenía comida, fue a arrancar raíces silvestres para comer y terminó intoxicándose parece encarnar todas las penurias juntas de Venezuela.

Hacía meses que la crisis económica rondaba a la familia, hasta que se cobró como víctima al segundo de los hijos mayores de la casa.

El barrio donde viven los Lugo está ubicado en los márgenes de la que alguna vez fue una próspera ciudad petrolera, pero que desde hace tiempo carece de lo más básico, como el pan o la harina de maíz.

La fábrica de cubiertos descartables donde trabajaba Yamilet cerró en mayo por falta de materia prima importada, una más de las empresas que quedaron ociosas en todo el país. La familia Lugo se quedó desde entonces sin fuente de ingresos.

Yamilet dice que en el hospital no había respiro. Al igual que tantas clínicas en Venezuela, la de Maturín carece de insumos básicos, como el suero, y la familia debió recorrer toda la ciudad y lidiar con los traficantes del mercado negro para conseguirlo en las horas previas a la muerte de Kevin.

«Este chico murió así sin ninguna razón», dice Lilibeth Díaz, su tía, parada frente a la tumba del joven, donde el nombre Kevin fue escrito con el dedo sobre el cemento fresco por uno de sus amigos.

Yamilet se queda mirando en su celular una foto del año pasado en la que está abrazada a su hijo en el porche de la casa, que Kevin había pintado de amarillo. Ha cambiado mucho desde esa foto, y las clavículas sobresalen notoriamente de su cuello.

«Ahora peso 40 kilos», dice la mujer.

Kevin también estaba perdiendo peso. De hecho, ya en marzo de este año, toda la familia había adelgazado.

Fue entonces cuando José Rafael Castro, novio de Yamilet y el único otro ingreso que tenía el hogar, llegó con malas noticias: la fábrica de bloques de cemento para la construcción donde trabajaba lo había despedido por falta de materias primas para seguir produciendo.

Al principio, la familia comía mangos. Cuando llegó el verano, a mediados de año, ya estaban sobreviviendo a base de la mandioca que crecía en una parcela que les quedaba relativamente cerca en colectivo. «Comíamos eso mañana, tarde y noche», dice Yamilet. Pero en julio ya no tenían plata ni para el colectivo, así que empezaron a buscar en otras partes.

Ya se acercaba el cumpleaños de Kevin. La familia sabía que éste sería el primero sin torta ni regalo, pero había surgido una solución: un vecino de la cuadra cumplía años esa semana y había ofrecido guardar una porción de torta para Kevin.

Pero de todos modos esa noche con algo iban a tener que engañar el estómago: hacía tres días que la familia no comía nada y ya todos se sentían débiles.

Kevin y Castro habían oído hablar de una parcela abandonada a unos 45 minutos a pie de su casa, donde algunos de sus vecinos iban a arrancar mandioca amarga.

Apenas salieron del terreno, cuatro hombres armados los rodearon y les quitaron los celulares, cuenta Castro. Fue un roce con la tragedia, pero Kevin y Castro se fueron contentos porque no les quitaron la mandioca. No sabían que lo peor estaba por venir.

La familia sabía de los riesgos de la mandioca amarga y había intentado secarla para extraerle las toxinas, una práctica usada para hacer un pan seco típico de la región.

«No teníamos otra cosa que comer», dice Castro.

Pero a eso de las 23.30 del 25 de julio, víspera del cumpleaños de Kevin, toda la familia estaba enferma. Castro vomitaba y Kevin se revolcaba en el piso. La intoxicación con mandioca se trata con un lavaje intestinal, suero y otras medidas terapéuticas. Pero la familia de Kevin dice que el joven estuvo horas esperando ser atendido en los pasillos del atestado hospital Manuel Núñez Tovar.

El director del hospital, el doctor Luis Briceno, dice que es una situación que se repite en una institución colapsada: en la sala de emergencias, con capacidad para 200 personas, por momentos hay 450 pacientes necesitados de atención médica.

«Siempre hay alguien que se queda sin ser atendido», dice Briceno.

El médico dice que la escasez de insumos es crónica y que los pacientes tienen que salir a buscarlos y comprarlos ellos mismos, como la solución fisiológica que le faltó a Kevin.

Según Yamilet, una enfermera les dijo que salieran a conseguir el suero ellos mismos, y la familia lo encontró en el mercado negro a cuatro dólares la unidad, mucho más de lo que podían pagar.

Finalmente, otra familia que tenía dos unidades de solución de más se solidarizó con ellos y se las dio para Kevin, pero su estado apenas mejoró, y hacia las 4 de la mañana del 26 de julio, día de su cumpleaños, el chico apenas podía hablar.

«Tenía el estómago como piedra», dice su madre, que recuerda que en los últimos momentos a su hijo le salía un líquido negruzco por la boca.

A las 4.45, Kevin estaba muerto.

El día del entierro, el ataúd de Kevin fue escoltado por una larga hilera de amigos y parientes a lo largo de un camino que su madre vuelve a recorrer todos los domingos cuando va a visitar su tumba al cementerio.

«Cuando cumplía años, mi madre me despertaba cantándome el «Feliz cumpleaños», y yo seguía la misma tradición con mis hijos», dice Yamilet.

El día del entierro de su hijo, Yamilet le cantó a su hijo mientras bajaban el cajón.

 

Fuente: LN

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